la palabra como semilla

jueves, 15 de marzo de 2018

Fragmentos subjetivos de mi paso por París

Como cualquier ciudad capital, o como muchas que conozco, París lo tiene todo. Una línea inmensa de subtes, buses, trenes que te llevan a donde quieras. Museos increíbles (y no pude verlos todos), una oferta gastronómica muy variada en estilos, precios y nacionalidades; propuestas culturales; sitios históricos; monumentos por doquier... También desigualdades. Personas durmiendo en el subte, en la calle. Carpas sobre las rejillas de ventilación, mujeres extendiendo su mano vacía en la vereda, trabajadorxs inmigrantes en la caja del supermercado. Debo confesar, sin embargo, que la primera vez que vi la torre eiffel, allá lejos al final de la calle me impactó muchísimo. Había llegado un día antes, pero con el cambio de horario y de clima, me lo pasé durmiendo y dando vueltas en mi hogar provisorio. Ese día caminé ocho horas sin un rumbo preciso, me permití detenerme a mirar el Sena y a mirar los cafés, la gente, las veredas, los puentes, todo. La primera impresión es única. Con el paso de los días, llevo más de veinte ahora, las imágenes se han vuelto más opacas y empiezan a parecer cotidianas. Algunas impresiones fueron llegando por la repetición, el asombro sostenido. Por ejemplo, el tránsito y las calles son muy tranquilos, hay muchos autos y buses, y mucha gente caminando en las calles (a pesar de los fríos polares siberianos que me tocaron, siempre hay mucha gente en la calle), pero no se escucha el bullicio -por ejemplo, de Buenos Aires-. Los autos y colectivos acostumbran a dar el paso a lxs peatonxs, sólo basta estar en la esquina para que frenen. Las primeras veces, como buena habitante de La Plata, me sorprendía tanto que me demoraba en cruzar, frente a la mirada atónita de quien estaba detrás del volante, luego me apuraba de la vergüenza de quedarme parada mirando cómo un auto frena para dar el paso. Considero que debe influir algo de mi ser paisana sureña y de que la ciudad nunca fue mi hábitat “natural”. ¿Qué más? La gente ha sido muy amable, y en contra de todos los mitos sobre los franceses y su fundamentalismo lingüístico, me han hablado mucho en inglés y en español (sobre todo cuando yo intentaba hablarles en francés, ja). Siempre me pude hacer entender. La sensación es que la ciudad está tan acostumbrada al turismo que las comunicaciones en mezclas de idiomas y en señas extrañas debe ser cotidiana. Al principio me daba vergüenza andar sacando fotos por todos lados (al principio sacar una foto significaba también sacar los guantes), solamente por esas ganas de no parecer TAN turista. Pero no he podido escapar. Me han gritado “española” por la calle para intentar venderme pulseras, por más de que dijera un “merci” lo más apretado posible, siempre se me salta la ficha latina. Aunque…. en tres ocasiones me preguntaron por direcciones o calles (esto me pasa siempre que estoy en otra ciudad, me divierte). Otra cosa importante que decir: hace más de veinte días que no veo un insecto. Ayer vi un gato en el techo y me emocioné. En la calle no hay perros vagabundos. ¿Soñaré esta noche con ovejas electrónicas? Hace dos año casi que vivo prácticamente en el campo, llena de hormigas, arañas, mosquitos, moscas, cascarudos, mantis, abejas, abejorros, luciérnagas, gatos, pollitos, perros, caballos, ovejas, pavos, gallos y gallinas. Nunca pensé que extrañaría tanto a la vida animal. Estuve a punto de comprarme una planta para tener algo que regar al menos, pero después qué hago con ella (¿qué hiciste Jose con tu potus?).
Si yo tuviera que escribir una novela futurista de ciencia ficción, en ella las plantas se habrían devorado el cemento, nos preceden en millones de años y estoy segura de que nos sobrevivirán. Pero… París me hizo pensar que es posible un futuro inmediato donde la naturaleza sólo es visible en un paquete hermético en el supermercado. Eso asusta. La vida en la ciudad (al menos es el casco urbano) es un buen modelo del futuro que nos ofrece el capitalismo: sin cucarachas y sin oxígeno. Esto me lleva a otro tema: si bien he tratado de caminar sin rumbo, me quedo con la sensación de rondar por los lugares más obvios, escapar al circuito turístico es difícil. Al revés, decidir ir de visita a los lugares “imperdibles” es abandonarse a la marea internacional de visitantes, para que te lleven de un lado a otro, para que te choquen con sus paraguas y para confundirte en ese bullicio donde nada importa, que a veces viene muy bien. Aunque también me gustan los lugares sencillos, entrar a una mercería, charlar con un trabajador en la biblioteca. Soy una amante de los lugares comunes. Y aunque viajar me fascina, ese amor a lo cotidiano es lo que hace que un mes parezca demasiado tiempo. Para contrarrestar, repito caminos, hago las compras en el mismo supermercado, me siento en la misma mesa de la biblioteca día tras día. Así y todo, la ciudad no es el mío. Quienes han vivido conmigo saben que escucho hasta el ruido más ínfimo en la noche más tranquila. Por abajo de mi cama siento la vibración del metro. Adelante del studio donde estoy viviendo hay un restaurant de comida oriental y a la medianoche escucho los cuchillos sobre la tabla, picando. Escucho a la mujer que entra por el pasillo con un carrito de bebé, a las chicas que se levantan temprano y entre risas salen al frío de la vereda. Escucho las llamadas al lado, siempre suenan pasada la medianoche. Esucho cómo gira el medidor de luz, emplazado en la pared al lado de la entrada, a menos de dos metros de la cama. Bueno, todo está más o menos a dos metros de distancia… ¿para qué más? bueno, yo quisiera un poco de verde para meter los pies en el pasto. Sin duda queda mucho por contar, quedará para la próxima. Ahora me quedan apenas unos días para una aventura emocionante: el regreso.

domingo, 25 de febrero de 2018

viaje


No he tomado muchos vuelos internacionales en mi vida. El primer indicio de estar viajando a otro continente fueron las azafatas y azafatos saludándome en italiano. Cuando encuentro mi asiento, la pantalla frente a mi me ofrece tres opciones de idioma: italiano, inglés y algo que podría ser chino o japonés o coreano, un conjunto de símbolos incomprensibles para mí. Mi primer viaje larga distancia fue cuando tenía catorce años y medio y fui a Disney. Mi mamá, que siempre  tuvo el horizonte un poco más allá de lo habitual, lo propuso como alternativa a la mega fiesta de simulación de casamiento, que yo tampoco quería. Así que, con mucho esfuerzo, en una Argentina patas para arriba, en 1997 me fui a pasar diez días a otro mundo. Era la primera vez que viajaba a Buenos Aires y recuerdo pasar con el colectivo que nos llevaba a ezeiza por el obelisco, siempre fui tan paisana. En Disney me gustaba más caminar y charlar con las coordinadoras que con las quinceañeras. Si, ya desde ese entonces tenía mis rarezas. Ya había dejado de comer carne y me rehusaba a tomar coca cola, así que en los almuerzos colectivos me conformaba con las ensaladas y las papas fritas, con agua please. Lo que más recuerdo fue la visita a Epcot, el parque destinado a la tecnología, a las comunicaciones y a las culturas del mundo. Había un lago rodeado por pequeñas imitaciones de ciudades capitales y monumentos de todo el mundo. Yo estaba ahí y reconocía las ruinas mayas y aztecas y me maravillaba. Cuando recuerdo esos momentos, o lo que queda de ellos, siento que mi elección por la antropología no podría haber sido más clara, aún cuando en ese momento ni siquiera conocía la palabra. También recuerdo muchos detalles que conocía de memoria como buena niña criada con Disney, el castillo de la cenicienta, los personajes en sus disfraces, los nombres de cada lugar fantástico. Mucho más de lo que yo quisiera admitir (no suelo contar a nadie que viajé a Disney) ese viaje me enseñó mucho, y sin duda avivó una llama curiosa en mi interior. Muchos años después, con mi título de licenciada en trámite, me fui a México con una hermana de la vida. Nos sacamos una foto recién subidas a ese gigante avión y la sonrisa no nos entraba en nuestras caras. Fue un viaje de aventuras inimaginables, esta vez sin coordinadoras más que nuestros propios deseos. Fuimos a las ciudades, al mar Pacífico y Caribe, viajamos a dedo, dormimos adentro de camiones, en hamacas, en una carpa con varillas hechas de caños para el agua. Hicimos circo en las esquinas para pagarnos los elotes y la chela. Hicimos amigos y amigas de lujo. Bailamos con el fuego en la arena y nos perdimos por la selva maya, para encontrarnos con la magia misma. Hicimos caminos circulares, contra todo manual del buen viajero, repetimos la ruta que nos hacía vomitar más de tres veces, comimos tlayudas y probamos el mejor ron del mundo en Oaxaca. Ese viaje me dejó tatuajes en el corazón, huellas de colores, de risas, de lágrimas y enojos también, de caminos al alma y a la vida. Empezamos el 2013 con luna llena en Zipolite, esa playa que nos hizo tan felices, volvería a ese lugar toda la vida. En México la palabra antropología era conocida, y cualquier persona sabía de su significado, mucho más que cualquier taxista charlatán de La Plata. En Coatzacoalcos dimos talleres para niñxs y sin duda confirmé que tantos años de estudio tenían sus motivos. Un año después, si, qué afortunada, estaba empezando el año en otro país: Colombia. Esta vez fue un viaje de pareja, no era el primero pero si fue importante. Empezamos el 2014 en San Agustín, con sol, río y una hermosa guerra de harina que cubrió por unas horas las calles del pueblo. No lo sabíamos, pero un año más adelante el 2015 empezaría con una panza de seis meses y un pececito aún sin nombre dando vueltas por nuestras vidas. Me acuerdo que salimos de la casa de Ringuelet y antes nos compramos unas empanaditas del señor de a la vuelta de la esquina, las mejores empanadas de verdura de la plata, nunca tuvo nombre el local. Tomamos el plaza y el tienda león y en ezeiza nos tomamos una birra carísima. Pero así fue ese viaje: de sacudirnos a gustos y placeres sin pausa. Hasta compartimos la hermosa aventura de escribir juntos un blog (que por momentos podría haber terminado nuestra relación, pero lo sobrevivimos, y es uno de los mejores registros de viaje de mi vida. Pueden chusmear crónicas y fotos acá: https://piesviajantes.wordpress.com/). Fue un viaje de amor, de probar sabores, de dormir en la playa, en hamacas, en carpitas alquiladas. Nos caminamos las ciudades de norte a sur y de este a oeste, también atravesamos ese camino mágico de piedras gigantescas rumbo a las playas del tayrona. Nos recorrimos los caminos de la risa y de la piel, del calor, de la música, de los sueños. Fuimos a los sitios arqueológicos y a las parrandas populares, hasta nos topamos con un desalojo policial. Navegamos el magdalena y los riachuelos alrededor de Mompox, caminamos las calles de los Buendía. Hoy me subo a este avión y estoy sola. No es que no haya viajado sola antes, pero no sé si tan lejos. El tiempo en el avión  es traicionero y en algún momento debo avanzar mi reloj cuatro horas para adelante. Cuando al fin empieza a vencerme el sueño, después de varios días de nervios y mal dormir, lloro como una cascada porque siento que ya extraño todo, cada abrazo, cada beso, cada risa. No siempre los viajes son una explosión de placeres. Pero acá estoy, en una de las cunas del capitalismo y de occidente, sin dudas aprendiendo intensamente de mi misma. Por supuesto, también tengo mi agenda de cursos y obligaciones. Eso quedará para otra historia. Para el próximo viaje lejano quizás. La antropología, de alguna forma u otra, siempre ha estado en mi mochila.     

lunes, 11 de septiembre de 2017

respiro

si un día dejo de abrazar a los árboles
si un día dejo de escribir
si un día dejan de brillar mis ojos
y su luz sólo es reflejo de un mundo que se mueve alrededor
si dejo de escuchar los pájaros en la mañana
y de admirar a la luna en mi desvelo
si dejo de sentir sus manos calientes
o sus sonrisas corriendo por la casa
si un día dejo de escribir
y me lanzo al vacío de la rutina

respiro

si he dejado de escribir
que los árboles, los pájaros, los ojos, manos, risas, las mañanas, las lunas, la luz y las sombras, los vacíos y las rutinas
sepan
y que quede muy en claro, que el río aún nace de mí

y que viene con bravura.