la palabra como semilla

domingo, 25 de febrero de 2018

viaje


No he tomado muchos vuelos internacionales en mi vida. El primer indicio de estar viajando a otro continente fueron las azafatas y azafatos saludándome en italiano. Cuando encuentro mi asiento, la pantalla frente a mi me ofrece tres opciones de idioma: italiano, inglés y algo que podría ser chino o japonés o coreano, un conjunto de símbolos incomprensibles para mí. Mi primer viaje larga distancia fue cuando tenía catorce años y medio y fui a Disney. Mi mamá, que siempre  tuvo el horizonte un poco más allá de lo habitual, lo propuso como alternativa a la mega fiesta de simulación de casamiento, que yo tampoco quería. Así que, con mucho esfuerzo, en una Argentina patas para arriba, en 1997 me fui a pasar diez días a otro mundo. Era la primera vez que viajaba a Buenos Aires y recuerdo pasar con el colectivo que nos llevaba a ezeiza por el obelisco, siempre fui tan paisana. En Disney me gustaba más caminar y charlar con las coordinadoras que con las quinceañeras. Si, ya desde ese entonces tenía mis rarezas. Ya había dejado de comer carne y me rehusaba a tomar coca cola, así que en los almuerzos colectivos me conformaba con las ensaladas y las papas fritas, con agua please. Lo que más recuerdo fue la visita a Epcot, el parque destinado a la tecnología, a las comunicaciones y a las culturas del mundo. Había un lago rodeado por pequeñas imitaciones de ciudades capitales y monumentos de todo el mundo. Yo estaba ahí y reconocía las ruinas mayas y aztecas y me maravillaba. Cuando recuerdo esos momentos, o lo que queda de ellos, siento que mi elección por la antropología no podría haber sido más clara, aún cuando en ese momento ni siquiera conocía la palabra. También recuerdo muchos detalles que conocía de memoria como buena niña criada con Disney, el castillo de la cenicienta, los personajes en sus disfraces, los nombres de cada lugar fantástico. Mucho más de lo que yo quisiera admitir (no suelo contar a nadie que viajé a Disney) ese viaje me enseñó mucho, y sin duda avivó una llama curiosa en mi interior. Muchos años después, con mi título de licenciada en trámite, me fui a México con una hermana de la vida. Nos sacamos una foto recién subidas a ese gigante avión y la sonrisa no nos entraba en nuestras caras. Fue un viaje de aventuras inimaginables, esta vez sin coordinadoras más que nuestros propios deseos. Fuimos a las ciudades, al mar Pacífico y Caribe, viajamos a dedo, dormimos adentro de camiones, en hamacas, en una carpa con varillas hechas de caños para el agua. Hicimos circo en las esquinas para pagarnos los elotes y la chela. Hicimos amigos y amigas de lujo. Bailamos con el fuego en la arena y nos perdimos por la selva maya, para encontrarnos con la magia misma. Hicimos caminos circulares, contra todo manual del buen viajero, repetimos la ruta que nos hacía vomitar más de tres veces, comimos tlayudas y probamos el mejor ron del mundo en Oaxaca. Ese viaje me dejó tatuajes en el corazón, huellas de colores, de risas, de lágrimas y enojos también, de caminos al alma y a la vida. Empezamos el 2013 con luna llena en Zipolite, esa playa que nos hizo tan felices, volvería a ese lugar toda la vida. En México la palabra antropología era conocida, y cualquier persona sabía de su significado, mucho más que cualquier taxista charlatán de La Plata. En Coatzacoalcos dimos talleres para niñxs y sin duda confirmé que tantos años de estudio tenían sus motivos. Un año después, si, qué afortunada, estaba empezando el año en otro país: Colombia. Esta vez fue un viaje de pareja, no era el primero pero si fue importante. Empezamos el 2014 en San Agustín, con sol, río y una hermosa guerra de harina que cubrió por unas horas las calles del pueblo. No lo sabíamos, pero un año más adelante el 2015 empezaría con una panza de seis meses y un pececito aún sin nombre dando vueltas por nuestras vidas. Me acuerdo que salimos de la casa de Ringuelet y antes nos compramos unas empanaditas del señor de a la vuelta de la esquina, las mejores empanadas de verdura de la plata, nunca tuvo nombre el local. Tomamos el plaza y el tienda león y en ezeiza nos tomamos una birra carísima. Pero así fue ese viaje: de sacudirnos a gustos y placeres sin pausa. Hasta compartimos la hermosa aventura de escribir juntos un blog (que por momentos podría haber terminado nuestra relación, pero lo sobrevivimos, y es uno de los mejores registros de viaje de mi vida. Pueden chusmear crónicas y fotos acá: https://piesviajantes.wordpress.com/). Fue un viaje de amor, de probar sabores, de dormir en la playa, en hamacas, en carpitas alquiladas. Nos caminamos las ciudades de norte a sur y de este a oeste, también atravesamos ese camino mágico de piedras gigantescas rumbo a las playas del tayrona. Nos recorrimos los caminos de la risa y de la piel, del calor, de la música, de los sueños. Fuimos a los sitios arqueológicos y a las parrandas populares, hasta nos topamos con un desalojo policial. Navegamos el magdalena y los riachuelos alrededor de Mompox, caminamos las calles de los Buendía. Hoy me subo a este avión y estoy sola. No es que no haya viajado sola antes, pero no sé si tan lejos. El tiempo en el avión  es traicionero y en algún momento debo avanzar mi reloj cuatro horas para adelante. Cuando al fin empieza a vencerme el sueño, después de varios días de nervios y mal dormir, lloro como una cascada porque siento que ya extraño todo, cada abrazo, cada beso, cada risa. No siempre los viajes son una explosión de placeres. Pero acá estoy, en una de las cunas del capitalismo y de occidente, sin dudas aprendiendo intensamente de mi misma. Por supuesto, también tengo mi agenda de cursos y obligaciones. Eso quedará para otra historia. Para el próximo viaje lejano quizás. La antropología, de alguna forma u otra, siempre ha estado en mi mochila.