
No he tomado muchos vuelos
internacionales en mi vida. El primer indicio de estar viajando a otro
continente fueron las azafatas y azafatos saludándome en italiano. Cuando
encuentro mi asiento, la pantalla frente a mi me ofrece tres opciones de
idioma: italiano, inglés y algo que podría ser chino o japonés o coreano, un
conjunto de símbolos incomprensibles para mí. Mi primer viaje larga distancia
fue cuando tenía catorce años y medio y fui a Disney. Mi mamá, que siempre tuvo el horizonte un poco más allá de lo
habitual, lo propuso como alternativa a la mega fiesta de simulación de
casamiento, que yo tampoco quería. Así que, con mucho esfuerzo, en una
Argentina patas para arriba, en 1997 me fui a pasar diez días a otro mundo. Era
la primera vez que viajaba a Buenos Aires y recuerdo pasar con el colectivo que
nos llevaba a ezeiza por el obelisco, siempre fui tan paisana. En Disney me
gustaba más caminar y charlar con las coordinadoras que con las quinceañeras.
Si, ya desde ese entonces tenía mis rarezas. Ya había dejado de comer carne y
me rehusaba a tomar coca cola, así que en los almuerzos colectivos me
conformaba con las ensaladas y las papas fritas, con agua please. Lo que más
recuerdo fue la visita a Epcot, el parque destinado a la tecnología, a las
comunicaciones y a las culturas del mundo. Había un lago rodeado por pequeñas
imitaciones de ciudades capitales y monumentos de todo el mundo. Yo estaba ahí
y reconocía las ruinas mayas y aztecas y me maravillaba. Cuando recuerdo esos
momentos, o lo que queda de ellos, siento que mi elección por la antropología
no podría haber sido más clara, aún cuando en ese momento ni siquiera conocía
la palabra. También recuerdo muchos detalles que conocía de memoria como buena
niña criada con Disney, el castillo de la cenicienta, los personajes en sus
disfraces, los nombres de cada lugar fantástico. Mucho más de lo que yo
quisiera admitir (no suelo contar a nadie que viajé a Disney) ese viaje me
enseñó mucho, y sin duda avivó una llama curiosa en mi interior. Muchos años
después, con mi título de licenciada en trámite, me fui a México con una
hermana de la vida. Nos sacamos una foto recién subidas a ese gigante avión y
la sonrisa no nos entraba en nuestras caras. Fue un viaje de aventuras
inimaginables, esta vez sin coordinadoras más que nuestros propios deseos.
Fuimos a las ciudades, al mar Pacífico y Caribe, viajamos a dedo, dormimos
adentro de camiones, en hamacas, en una carpa con varillas hechas de caños para
el agua. Hicimos circo en las esquinas para pagarnos los elotes y la chela.
Hicimos amigos y amigas de lujo. Bailamos con el fuego en la arena y nos
perdimos por la selva maya, para encontrarnos con la magia misma. Hicimos
caminos circulares, contra todo manual del buen viajero, repetimos la ruta que
nos hacía vomitar más de tres veces, comimos tlayudas y probamos el mejor ron
del mundo en Oaxaca. Ese viaje me dejó tatuajes en el corazón, huellas de
colores, de risas, de lágrimas y enojos también, de caminos al alma y a la
vida. Empezamos el 2013 con luna llena en Zipolite, esa playa que nos hizo tan
felices, volvería a ese lugar toda la vida. En México la palabra antropología
era conocida, y cualquier persona sabía de su significado, mucho más que
cualquier taxista charlatán de La Plata. En Coatzacoalcos dimos talleres para
niñxs y sin duda confirmé que tantos años de estudio tenían sus motivos. Un año
después, si, qué afortunada, estaba empezando el año en otro país: Colombia.
Esta vez fue un viaje de pareja, no era el primero pero si fue importante.
Empezamos el 2014 en San Agustín, con sol, río y una hermosa guerra de harina
que cubrió por unas horas las calles del pueblo. No lo sabíamos, pero un año
más adelante el 2015 empezaría con una panza de seis meses y un pececito aún
sin nombre dando vueltas por nuestras vidas. Me acuerdo que salimos de la casa
de Ringuelet y antes nos compramos unas empanaditas del señor de a la vuelta de
la esquina, las mejores empanadas de verdura de la plata, nunca tuvo nombre el
local. Tomamos el plaza y el tienda león y en ezeiza nos tomamos una birra
carísima. Pero así fue ese viaje: de sacudirnos a gustos y placeres sin pausa.
Hasta compartimos la hermosa aventura de escribir juntos un blog (que por
momentos podría haber terminado nuestra relación, pero lo sobrevivimos, y es
uno de los mejores registros de viaje de mi vida. Pueden chusmear crónicas y
fotos acá: https://piesviajantes.wordpress.com/).
Fue un viaje de amor, de probar sabores, de dormir en la playa, en hamacas, en
carpitas alquiladas. Nos caminamos las ciudades de norte a sur y de este a
oeste, también atravesamos ese camino mágico de piedras gigantescas rumbo a las
playas del tayrona. Nos recorrimos los caminos de la risa y de la piel, del
calor, de la música, de los sueños. Fuimos a los sitios arqueológicos y a las parrandas
populares, hasta nos topamos con un desalojo policial. Navegamos el magdalena y
los riachuelos alrededor de Mompox, caminamos las calles de los Buendía. Hoy me
subo a este avión y estoy sola. No es que no haya viajado sola antes, pero no
sé si tan lejos. El tiempo en el avión es traicionero y en algún momento debo avanzar
mi reloj cuatro horas para adelante. Cuando al fin empieza a vencerme el sueño,
después de varios días de nervios y mal dormir, lloro como una cascada porque
siento que ya extraño todo, cada abrazo, cada beso, cada risa. No siempre los
viajes son una explosión de placeres. Pero acá estoy, en una de las cunas del
capitalismo y de occidente, sin dudas aprendiendo intensamente de mi misma. Por
supuesto, también tengo mi agenda de cursos y obligaciones. Eso quedará para
otra historia. Para el próximo viaje lejano quizás. La antropología, de alguna
forma u otra, siempre ha estado en mi mochila.