Mérida-Playa del Carmen-Tulum
Tal vez los lugares no sean lo más importante, sino la transformación que ocurre al atravesar por ellos.
Ondulante, caminantemente.
Las plazas se suceden como los días, como las olas.
Los hoteles, los museos, los edificios y el semáforo. Serpentean bajo nuestros pies.
Días y noches que gotean sobre veredas azules, un abrazo entre los sueños y los caminos hechos, como un árbol que se deja llevar por el viento o como una ráfaga de hojas anaranjadas.
Las distancias descubren las cercanías entre el corazón y la cabeza.
La cintura del árbol de la cual nacen las raíces y también los pájaros, de la cual se aferra el viento y donde danza la luz de la luna. El vaivén. Las palabras que me trae el agua salada, las canciones de la carretera.
Escribir sobre lo que se ve/siente/vive sobre mi o sobre lo que creo que es el mundo a mi alrededor.
Aprender de todos, de los pájaros, del mar. Escucharme tanto hasta perderme en una canción que no es mía. Cantar, bailar, llorar. Sentir el poder de la vida que estalla en cada instante, saber que aunque las peores cosas parecen suceder, el agua se las llevará después de todo.
Soñar incesantemente.
Luchar incesamente.
Caracoles destrozados en la arena blanca, corales, vidrios rotos, plástico. Y también el agua que acá está llena de arena y ahí es verde y más allá azul profundo. La chamba, el carrito, músicos que recorren restaurantes, vendedores de tours, malabaristas. Unas poesías que esperan mis alas para ser pájaros.
También la fiebre. Soñar con un juego donde un grupo de personas se reúne alrededor de una mesa e intentan nombrar todas las palabras del mundo, un sueño infinito e inquietante. Las personas que amo dan vueltas como mosquitos alrededor de mi cama-cueva en el urban hostel de playa del carmen. Regresan las palabras de un señor que me compró un librito en mérida, acerca de vivir la aventura de viajar con nada. Entre temblores de frío y sudor febril voy dejando fuera de mí los miedos, o descubro que los dejé en algún recodo de este territorio.
Entonces. Las bicis, el mar, cocinar unos fideitos con brócoli y tomar una chela mientras se pueda. Entonces dejar que la lluvia sea y que los días pasen y algo nos encontrará en el camino. Dejar de lado las ideas de hacer turismo para hacer vida, como siempre y como cada día de una manera única, inolvidable e irrepetible.
Huellas en la piel, eso son los lugares.
Tal vez los lugares no sean lo más importante, sino la transformación que ocurre al atravesar por ellos.
Ondulante, caminantemente.
Las plazas se suceden como los días, como las olas.
Los hoteles, los museos, los edificios y el semáforo. Serpentean bajo nuestros pies.
Días y noches que gotean sobre veredas azules, un abrazo entre los sueños y los caminos hechos, como un árbol que se deja llevar por el viento o como una ráfaga de hojas anaranjadas.
Las distancias descubren las cercanías entre el corazón y la cabeza.
La cintura del árbol de la cual nacen las raíces y también los pájaros, de la cual se aferra el viento y donde danza la luz de la luna. El vaivén. Las palabras que me trae el agua salada, las canciones de la carretera.
Escribir sobre lo que se ve/siente/vive sobre mi o sobre lo que creo que es el mundo a mi alrededor.
Aprender de todos, de los pájaros, del mar. Escucharme tanto hasta perderme en una canción que no es mía. Cantar, bailar, llorar. Sentir el poder de la vida que estalla en cada instante, saber que aunque las peores cosas parecen suceder, el agua se las llevará después de todo.
Soñar incesantemente.
Luchar incesamente.
Caracoles destrozados en la arena blanca, corales, vidrios rotos, plástico. Y también el agua que acá está llena de arena y ahí es verde y más allá azul profundo. La chamba, el carrito, músicos que recorren restaurantes, vendedores de tours, malabaristas. Unas poesías que esperan mis alas para ser pájaros.
También la fiebre. Soñar con un juego donde un grupo de personas se reúne alrededor de una mesa e intentan nombrar todas las palabras del mundo, un sueño infinito e inquietante. Las personas que amo dan vueltas como mosquitos alrededor de mi cama-cueva en el urban hostel de playa del carmen. Regresan las palabras de un señor que me compró un librito en mérida, acerca de vivir la aventura de viajar con nada. Entre temblores de frío y sudor febril voy dejando fuera de mí los miedos, o descubro que los dejé en algún recodo de este territorio.
Entonces. Las bicis, el mar, cocinar unos fideitos con brócoli y tomar una chela mientras se pueda. Entonces dejar que la lluvia sea y que los días pasen y algo nos encontrará en el camino. Dejar de lado las ideas de hacer turismo para hacer vida, como siempre y como cada día de una manera única, inolvidable e irrepetible.
Huellas en la piel, eso son los lugares.