Oaxaca de Juárez - Monte Albán - Tule - Mitla
Oaxaca nos recibe de noche y la ciudad parece estar tapada con un velo, a través del cual se alcanza a imaginar su belleza, pero no se ve exactamente. Oaxaca de Juárez es la capital del estado de Oaxaca (también se usa sólo Oax). Las calles están repletas de colores y de edificios coloniales, el zócalo y la alameda son el centro de la zona histórica, hacia el este las calles se empinan y serpentean caprichosamente, mezclándose entre sí, perdiéndose en la oscuridad o en un muro de piedras y enredaderas.
Las noches son para el mezcal, las caguamas, el ron, farolitos y velas en callecitas con mesas por todos lados. Si llegara siempre de noche, creería que es una ciudad que no duerme.
Las mañanas son en cambio un desayuno de frijoles con huevos revueltos y café, ferias llenísimas de colores atravesando las plazas, multitudes de sombreros blancos, el mercado, elotes, mole, aguas de frutas. De día es una ciudad para caminar en espiral y volver a cruzarse con los mismos lugares y encontrar cada vez nuevas miradas, sabores y sonidos.
Subimos hacia Monte Albán al mediodía. La antigua ciudad mixteca recibe oleadas interminables de turistas, nacionales y extranjeros, que apiñan sus autos o suben en algún camión (bus) a través del sinuoso camino que ladea la ciudad de Oaxaca. Llegando a la zona arqueológica, al pie de unas escaleras dos puestos inmensos de gorros para el sol convencen a cualquiera que ha de necesitar uno (me convencieron a mi al menos), en el camino restante vendedores ambulantes ofrecen estatuillas y recuerdos. La ciudad, inmensa, guarda esa magia de lo desconocido, de lo lejano. Templos, tumbas, casas de las élites urbanas, plazas; lugares por donde caminaron otras personas hace unos dos mil años. Hoy se ocupan con un hormigueo de gorritos sacando fotos, subiendo costosamente las escalinatas, contemplando algo de todo eso que fue. Si es que las piedras guardan las memorias, en estos edificios reconstruidos que fueron antes esplendor de los valles sureños algo de esa memoria queda, algo de esas historias llegan al estar ahi.
Las personas oaxaqueñas son realmente muy agradables, y sobretodo muy atentas. Luego de estar unas horas en el DF y no conseguir información turística ni mucha ayuda para guiarnos, encontramos en oaxaca una atención excesiva (no por eso molesta, pero si a veces pareció demasiado). Hicimos buenos amigos pronto y en el tercer día de nuestra estadía fuimos en auto hacia el Tule y Mitla. El Tule es un árbol, increíblemente grande (es el más grande del mundo), en el cual dicen que se van dibujando figuras de animales y otras caricaturas. Unos niños a cambio de unas monedas te enseñan esas figuras con el reflejo de un espejito. Me contaron que un gringo quiso comprar a los indios del Tule su árbol, para hacer unas enormes vigas, pero se negaron repetidas veces. ¿Cuántos árboles como este habría en el mundo si no los hubiéramos talado? Caminar alrededor de su tronco y bajo la sombra de sus hojas, sentir el canto de los muchos pájaros que viven en su copa... es una sensación que deja poco para las palabras, es un árbol que se siente.
Oaxaca nos recibe de noche y la ciudad parece estar tapada con un velo, a través del cual se alcanza a imaginar su belleza, pero no se ve exactamente. Oaxaca de Juárez es la capital del estado de Oaxaca (también se usa sólo Oax). Las calles están repletas de colores y de edificios coloniales, el zócalo y la alameda son el centro de la zona histórica, hacia el este las calles se empinan y serpentean caprichosamente, mezclándose entre sí, perdiéndose en la oscuridad o en un muro de piedras y enredaderas.
Las noches son para el mezcal, las caguamas, el ron, farolitos y velas en callecitas con mesas por todos lados. Si llegara siempre de noche, creería que es una ciudad que no duerme.
Las mañanas son en cambio un desayuno de frijoles con huevos revueltos y café, ferias llenísimas de colores atravesando las plazas, multitudes de sombreros blancos, el mercado, elotes, mole, aguas de frutas. De día es una ciudad para caminar en espiral y volver a cruzarse con los mismos lugares y encontrar cada vez nuevas miradas, sabores y sonidos.
Subimos hacia Monte Albán al mediodía. La antigua ciudad mixteca recibe oleadas interminables de turistas, nacionales y extranjeros, que apiñan sus autos o suben en algún camión (bus) a través del sinuoso camino que ladea la ciudad de Oaxaca. Llegando a la zona arqueológica, al pie de unas escaleras dos puestos inmensos de gorros para el sol convencen a cualquiera que ha de necesitar uno (me convencieron a mi al menos), en el camino restante vendedores ambulantes ofrecen estatuillas y recuerdos. La ciudad, inmensa, guarda esa magia de lo desconocido, de lo lejano. Templos, tumbas, casas de las élites urbanas, plazas; lugares por donde caminaron otras personas hace unos dos mil años. Hoy se ocupan con un hormigueo de gorritos sacando fotos, subiendo costosamente las escalinatas, contemplando algo de todo eso que fue. Si es que las piedras guardan las memorias, en estos edificios reconstruidos que fueron antes esplendor de los valles sureños algo de esa memoria queda, algo de esas historias llegan al estar ahi.
Las personas oaxaqueñas son realmente muy agradables, y sobretodo muy atentas. Luego de estar unas horas en el DF y no conseguir información turística ni mucha ayuda para guiarnos, encontramos en oaxaca una atención excesiva (no por eso molesta, pero si a veces pareció demasiado). Hicimos buenos amigos pronto y en el tercer día de nuestra estadía fuimos en auto hacia el Tule y Mitla. El Tule es un árbol, increíblemente grande (es el más grande del mundo), en el cual dicen que se van dibujando figuras de animales y otras caricaturas. Unos niños a cambio de unas monedas te enseñan esas figuras con el reflejo de un espejito. Me contaron que un gringo quiso comprar a los indios del Tule su árbol, para hacer unas enormes vigas, pero se negaron repetidas veces. ¿Cuántos árboles como este habría en el mundo si no los hubiéramos talado? Caminar alrededor de su tronco y bajo la sombra de sus hojas, sentir el canto de los muchos pájaros que viven en su copa... es una sensación que deja poco para las palabras, es un árbol que se siente.
Mitla está muy cerca, es también una ciudad que tiene una zona arqueológica, unas tres veces más chica que Monte Albán, pero a diferencia de aquel se puede acceder a las habitaciones y cuartos, tocar sus paredes desde adentro, sentir el fresco de las estancias a pesar del calor sofocante del exterior. En algún edificio quedan restos de códices, al estilo maya, que alguna vez narraron historias y sucesos y hoy sólo son fragmentos, indicios. Mitla tuvo su momento de mayor ocupación luego de la caída de Monte Albán, los primeros cientos de años de nuestro calendario. En el último edificio, un patio cuadrado ofrece la entrada a dos tumbas en forma de cruz, una centena de turistas hacen cola para entrar a las mismas, son espacios chicos así que sólo acceden de 3 a 5 personas por turno, para llegar hasta la tumba hay que arrastrarse de rodillas y subir unas escaleritas subterráneas bajo un calor sofocante. Lo impresionante no es la tumba en sí, sino la cola de turistas.
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